Viernes 12 de abril, Acapulco, Guerrero.
Son las doce horas y me encuentro inmerso en el Tianguis Turístico N°48… ¡que está magnífico!
En un alarde de solidaridad, todos los estados se han volcado a mostrar sus encantos y avances en infraestructura turística: la verdad ni a cuál irle, todos tienen lo suyo. Y para muestra basta un botón: Tlaxcala, que siempre fue pobre, cuenta ahora con un buen número de excelentes hoteles y con destinos tan atractivos como Huamantla, Santa Ana Chiautempan o el Santuario de las Luciérnagas.
La verdad, como que no teníamos muchas de asistir a Acapulco, pero al final la curiosidad nos ganó y fuimos más por el deseo de ver lo que había quedado del puerto que por otra cosa. Al final, lo más importante que descubrimos es que Acapulco ya cambió en cuento su vocación turística: ha dejado de ser aquel glamuroso destino de los artistas de Hollywood de las décadas de los cincuentas, sesentas y setentas del siglo pasado para convertirse en una ciudad de descanso, sobre todo para los chilangos, que van mucho para allá durante los puentes, vacaciones escolares y fines de semana, pero ya no a los hoteles de lujo, que ya no tienen clientes. En consecuencia los grandes atractivos, como los restaurantes de lujo, discotecas y otros ya casi no son negocio.
Y pongo otro ejemplo: siguiendo la costumbre de los jueves pozoleros en Acapulco, me fui a comer a un restaurante de nombre Karabali, en Playa Hornos, atendido por su dueña, la típica acapulqueña jacarandosa y siempre sonriente, quien nos atendió de maravilla. El lugar tiene hasta su propio show, con magnífica música tropical y la actuación de un grupo de travestis bastante bueno en voz de la imitación de artistas. En el tiempo que estuve ahí, en el Karabali, sirvieron, fácil, más de mil platos de pozole… pero entre pura gente local. Esa es la realidad de Acapulco, que ya vive más de su propia gente y de los turistas mexicanos: ya no quedan extranjeros porque, de estos, nadie quiere venir porque están espantados de la delincuencia.
Y eso se ve en las fachadas de los condominios que aun quedan en pie, aunque en ruinas, a lo largo de La Costera. Fueron viviendas comerciales a base de tablaroca y otros materiales prefabricados que se adosaron a ciertas estructuras por lo que, cuando el viento llegó, se las llevó todas. Fueron vientos huracanados, como nunca antes se habían visto, que arrancaron árboles de raíz a su paso, se llevaron carros y hasta trailers y desnudaron a los condominios pre-fabricados.
Eran casas de las cuales solo el 8% contaba con seguro. Y que ahí siguen: esperando que sus dueños junten la lana necesaria para su reconstrucción: son cascarones que semejan una ciudad bombardeada. Una ciudad en la que sus autoridades pecan de incompetencia: Evelyn Salgado la gobernadora, nomás nunca se deja ver. Y la presidente municipal Abelina López Rodríguez es tan inepta que aún no ha podido reponer los semáforos que Otis se llevó: dice que no hay presupuesto. Lo que no obsta para que intente reelegirse a pesar de que nadie del pueblo sabio la quiera.
Platicando con ese pueblo sabio, sobre todo con los taxistas que son el alma de Acapulco, de nada va a servir que se hagan todos los esfuerzos por revivir Acapulco mientras la delincuencia continúe extorsionando a la población: se tienen que acabar los malandrines. Pobre Acapulco, no se merece tan agónico final.
Son esos mismos taxistas quienes señalan a La Maña, una mafia que los extorsiona, fija rentas, cobra derechos por trabajar y hace tropelía y media sin que el gobierno haga nada. El resultado ya se aprecia en el costo de la vida: por un viaje del centro de Acapulco al Mundo Imperial, la tarifa normal es de 200 pesos, (que ya es caro). Pero de regreso, que es la misma distancia, hay que pagar 500 pesos. Y si uno reclama el chofer simplemente señala: “no me dejan trabajar ahí: tengo que pagarle a La Maña”.
O sea que Acapulco ya es tierra de ellos y el gobierno no hace nada. La misma gente de Acapulco lo dice: “mientras haya delincuencia esto nunca va a cambiar”.